La vida de Lucía desde su nacimiento estuvo rodeada de soledad, dolor, tristeza, hambre, frío y pobreza, todos sucesos y sentimientos que la marcaron inevitablemente para bien o para mal. Sin embargo, a pesar de ello era una niña alegre, ingeniosa, entusiasta, inteligente, pero por sobre todas las cosas extremadamente testaruda. No había modo de lograr que se mantuviera alejada de los problemas. Si había peligro ahí estaba ella, si una travesura era posible, la convertía en realidad. Y esa es una de las razones, por la que ahora se halla sentada sobre la paja del techo de su precaria casa, riendo a carcajadas, aun sabiendo el costo que pagará por ese pequeño instante de satisfacción.
Cuando el día anterior Lucía entró corriendo al almacén y por accidente empujó a Margarita su vecina, ensuciándole el vestido, esta la insultó llamándola “mocosa harapienta”. La odiosa mujer gritaba de forma exagerada y gesticulaba y movía sus brazos ampulosamente. Lucía avergonzada y humillada ante el resto de los clientes se tragó las lágrimas, en tanto que en su interior prometió cobrarse el insulto. Días atrás había descubierto que una de las gallinas de Margarita ponía los huevos sobre el techo de paja de su casa. Si bien, en un momento pensó en lo sabroso que sería poder comérselos en una tortilla, (sobre todo teniendo en cuenta que desde hacía varios días ella y sus hermanos no comían más que pan con mate cocido), le bastó sufrir el ultraje para saber que los huevos tendrían otro destino. Y finalmente este no sería ni el de tortilla, ni el de pollitos.
Con la calma y la paciencia que solo la fuerza del hambre puede sembrar en una niña de su edad, decidió aguardar el momento oportuno. El primer paso era que Adela su mamá no estuviese en la vivienda, el segundo esperar a que Margarita se levantara de su siesta diaria. Lo primero, sucedió como cada día en que su madre iba a entregar por las casas los trabajos de costura que la gente del barrio le encomendaba y que les servía para paliar la miseria en la que vivían. Lo segundo se confirmó en cuanto oyó el canturreo que provenía de la casa de su vecina. Decidida a cumplir su cometido comenzó a llamarla con voz endulzada y tono meloso "Margariiiiiiiiiita, Margariiiiiiiiiita”. Cuando esta salió, con su animosidad de siempre, preguntando que sucedía Lucía inició su hazaña y antes de que Margarita pudiera decidir si se alegraba o se preocupaba, la niña desató una lluvia de huevos, arrojando un huevo por cada una de las sílabas del insulto recibido.
Su vecina lloraba histérica, trataba inútilmente de atajar los huevos que se rompían en sus manos o al estrellarse en el suelo del patio. En ese momento Adela estaba llegando a su casa y corrió al oír los gritos sin imaginar que el origen de tanto alboroto fuera su hija. Lucía comprendió que su venganza tenía un precio, pero la cara de desesperación de quien fuera su agresora valía la azotaina que sabía le tocaría recibir.
La mirada de su madre fue suficiente para saber que el castigo no sería para nada leve, en realidad, sus reprimendas nunca lo eran. No importaba cuanto tiempo pasara desde el hecho, su memoria era implacable, jamás olvidaba y mucho menos perdonaba. A pesar de saberlo, Lucía no bajó del techo hasta que oscureció, lo hizo lentamente y en silencio. Tenía hambre y aunque para variar lo que había para compartir entre todos sus hermanos no fuese mucho, comer después de su comportamiento no le hubiera estado permitido.
Se deslizó sigilosamente y visto en la oscuridad su pequeño cuerpo flaco era comparable al de una gata hambrienta. Desde la penumbra de la casucha que habitaban, se oyó: “Espera afuera”. Solo dos palabras, y a pesar de no ser la primera vez que las oía un escalofrío le recorrió el cuerpo. Sin decir palabra, aguardó apesadumbrada a su madre, y justo antes de que esta saliera, Lucía pudo ver, como desde la ventana de la casa vecina, la maliciosa mujer oculta tras las cortinas, esperaba ansiosa el espectáculo. Lo que esta no previó, fue que la bajeza de su actitud, fortalecería el pequeño coraje de la niña, quien a pesar de ya imaginar el dolor que le infligiría el cinturón en sus delgadas piernas, no estaba dispuesta a permitir que la oyese sufrir, razón por la cual se armó de valor, y una vez más, no lloró.
© 2012 María Alejandra Amarilla
Córdoba, Argentina
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